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1 de diciembre de 2013

México, ¿aún surrealista?

A mediados del siglo pasado se decía que México era un país surrealista, y es que André Bretón veía surrealismo hasta en los nopales, pero eso es un decir. Lo cierto es que México era surrealista desde antes del surrealismo como corriente estética.
En términos sociales, el surrealismo implica una realidad subyacente a la conocida, entendida y asumida por el consciente colectivo. Es así que hay una realidad bajo la otra realidad, como la que vio John Kenneth Turner en su viaje a México, a partir del cual escribió esa joya de denuncia y actual referente del Porfiriato titulada México bárbaro. El dictador presentaba a la opinión pública empresarial e internacional una realidad superficial, un México en pleno desarrollo, crecimiento económico y modernidad industrial, un campo productivo, la creciente infraestructura ferroviaria, una Ciudad de México empapada de las más vanguardistas corrientes artísticas europeas, un Ejército fuerte y disciplinado y un Estado sólido con una sociedad preparada para ejercer la democracia. Pero esa era la superficie.
Bajo el manto del Porfiriato y todo lo que lo ensalzaba se escondía otra realidad, una que sólo los que vivían ahí veían y que quienes la explotaban justificaban sin los menores escrúpulos. Esa realidad era la de los esclavos en las haciendas de todo el país, especialmente las del sureste mexicano y hasta Veracruz, a donde muchos fueron a dar pero de donde nadie, o casi nadie, salía con vida. También, y además escondidos en la clandestinidad, estaban quienes se inconformaban por el régimen dictatorial de Díaz, esos que en secreto imprimían libros, panfletos, folletos, boletines, gacetas y periódicos con el único fin de mover consciencias hacia un despertar ciudadano. Ardua tarea en un país lleno de analfabetas, oprimido y temeroso del Estado. Todos esos hombres y mujeres que decidieron no vivir más bajo la realidad porfirista terminaron muertos, otros en la cárcel (donde al fin murieron) y muchos más exiliados en Estados Unidos, de los cuales, un gran número de ellos fue aprehendido en aquel país y entregados a las autoridades mexicanas, quienes, igual que a los que no se habían ido, confinaron en cárceles o los asesinaron.
Pasadas las décadas después de la Revolución hasta llegar a la mitad del siglo XX, México se erigió como un referente en la vida cultural e intelectual de América Latina, es así que muchos pensadores y artistas confluyeron aquí, unos en busca de asilo político, otros movidos por una suerte de turismo intelectual y cultural. Para ellos México era una realidad muy distinta a la de los mexicanos de abajo, los de las vecindades, de las ciudades de provincia y, sobre todo, del medio rural. En este sentido, me gusta mucho el ejemplo que se puede plantear con esa dicotomía cinematográfica entre Nosotros los pobres, de Ismael Rodríguez, y Los olvidados¸ del –por cierto– surrealista Luis Buñuel. La misma época, el mismo estrato social, la misma sociedad, la misma ciudad, los mismos problemas y las mismas carencias, incluso el mismo Miguel Inclán, pero bajo diferentes realidades: los pobres pero honrados, los pobres pero felices y los pobres pero unidos, todo un éxito de taquilla y consagración de Pedro (¡Pedrito!) Infante; y el surrealismo como la realidad subyacente, los pobres entre los que ha de haber alguno que sea bueno entre los buenos pero que rodeado de parias, delincuentes e hijos de puta, ni siquiera se nota pues en ese ambiente no sobrevive más de una semana. Ahí radica el surrealismo en Los olvidados, que no fue éxito de taquilla ni mucho menos ya que estuvo enlatada durante varios años. Así, a lo largo del siglo XX, México vivió dos realidades, la de Allá en el rancho grande y la de “Y nos dieron la tierra” (El llano en llamas, de Juan Rulfo).
Pero en los últimos lustros, el surrealismo social mexicano se ha tornado en una realidad predominante por innegable, y es que el Estado mexicano ya no puede esconder bajo la alfombra la pobreza de un amplio porcentaje de los ciudadanos cuando la marginación, la miseria, el rezago educativo, la violencia y todo lo que se suponía como el México profundo, ahora es el México ineludible. En este sentido, considero que lo que en México se asumía como surrealismo, desde hace tiempo se volvió hiperrealismo en todas sus facetas.
Desde que la clase media se declaró en peligro de extinción, la clase baja ha aumentado sus filas, mientras la clase alta se refugia en una zona de confort que parece otro México como una negativa a reconocer que el país se desmorona.
La prueba más cruda de este hiperrealismo social se vive día a día en la inseguridad desde hace más de siete años. Durante el siglo pasado hubo sucesos escabrosos e increíbles con que la nota roja conmocionó al país
ya que parecían improbables, pero que en ese plano de la realidad social llamado el bajo mundo fueron posibles, y cuando brotaron a la superficie, parecían incompatibles con la realidad desarrollista que el Estado había venido construyendo a lo largo de la historia. Ejemplos de ello son los casos de Las Poquianchis y los Narcosatánicos, acontecimientos que por la inverosimilitud de su naturaleza movieron, en el primer caso, a la escritura de la excelente novela de Jorge Ibargüengoitia, Las muertas; y en el segundo, a la filmación de algunas pésimas películas de bajo presupuesto pero la redacción de un buen ensayo por Carlos Monsiváis en Los mil y un velorios; con todo y eso, esos hechos surrealistas, si se repitieran en la actualidad, se puede decir que pasarían prácticamente inadvertidos pues en los últimos años han proliferado las fosas clandestinas, los feminicidios, la trata de personas y el narcotráfico con toda la violencia que implica y que ha dotado a este fenómeno de la categoría de hiperrealista, prácticamente snuff y más allá del gore, pues para nada es un simulacro.

Por lo anterior y dados los alcances que ha tenido eso que antes permanecía subyacente, podemos despedirnos de México como “el lugar surrealista por excelencia” y comenzar a asumirnos, aún con los matices kafkianos que aún remiten a El proceso, como un país hiperrealista lleno de contradicciones pero con muchas más realidades que tarde o temprano también saldrán a la superficie para terminar de convencer a los escépticos de que no vivimos en “la región más transparente”.



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