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9 de agosto de 2013

Frankenburguer: La plasta comestible más cara del mundo

El lunes de esta semana se presentó vía Internet la primera hamburguesa hecha con “carne” cultivada in vitro, un gran avance científico que sólo puede ser auspiciado por mega magnates como Sergey Brin, el cofundador de Google. A partir de células madre de una vaca supuestamente viva, se creó un espécimen de más de 300 mil dólares para comprobar que estamos cada vez más cerca de Un mundo feliz, de Aldous Huxley.
Cazando información en la red, me topé con un sinnúmero de voces optimistas que aducen que este logro científico hará posible abatir el hambre que seguramente padecerá la humanidad en algunas décadas, cuando seamos (o sean) más de nueve mil millones de cabezas de ganado humanar; otro motivo de fiesta y algarabía es que con este tipo de “carne” se acabará la necesidad de pastizales y cultivo de forrajes, los gases de efecto invernadero que emiten las reses desde sus enormes aparatos digestivos (nadie habló de los que emitimos nosotros, toda vez que, comiendo prácticamente de todo, nuestras emisiones pueden ser más agresivas con nuestro vulnerable planeta); también llegará a su fin la necesidad del degüello en rastros y el desalmado trato que sufren los animales al ser sacrificados.
El asunto es que pese a todos los buenos augurios que la Frankenburguer pueda suscitar entre los pregoneros del trato humano a los animales y a los amantes de los carros híbridos, si este tipo de materias se llega a comercializar para abatir el consumo de carme de verdad, con las reses, pollos y cerdos que dejarán de ser necesarios, también extinguirá una parte del ser humano.
Desde los albores de la humanidad, el hombre se vio en la necesidad de cazar para satisfacer su apetito; tiempo después se domesticaron algunas especies y nació la ganadería, actividades humanas tan antiguas como el hambre. Digo lo anterior porque, habiendo crecido en una familia de carniceros por un lado, y adoradores de la carne en mi mitad Amaral, no veo sufrimiento alguno en las reses, pollos, cerdos, borregos, chivos, conejos, ranas, codornices, peces y demás especies que se puedan criar, engordar y sacrificar para alimentarnos, no para divertirnos. No sé en Japón, pero en México no matamos animales a garrotazos para luego comerlos, es un proceso en el que el ganadero invierte mucho tiempo, dinero y cariño a fin de hacer producir su negocio.
Quizá ya no andamos cazando animales salvajes para comerlos y cubrirnos con la piel (hay gente que lo hace por nosotros), pero este rasgo meramente humano de llevar la carne del bisonte para alimentar a la tribu aún se manifiesta, con algunos refinamientos pero ahí está: a la hora que usted va a la carnicería o supermercado y escoge la carne que consumirá con su familia, a la hora de cocinarla y servirla para que los suyos coman, o cuando se hace un festín en torno a un asador y es el jefe de la tribu quien la marina, la asa y la sirve. Y esto va más allá de simplemente ser amantes de la carne de verdad, pues en muchas familias, la hora de la comida es sagrada (al menos en mi casa lo es), es ese momento en el que se agradece por la bienaventuranza de comer bien, sabiendo que en este país hay familias para las que un bistec es algo impensable.
Dudo que toda esta gente sensible, amante de los animales y defensora de la Frankenburguer como remedio a los desalmados sacrificios haya estado en su vida en algún rastro y ver cómo funciona realmente el proceso. En los rastros no se golpea al animal, no se le maltrata pues eso provoca que, por la dificultad del desangrado, la carne contenga más toxinas. No, en los rastros no se degüellan los animales como si de un ritual narcosatánico se tratara, esos son mitos generados desde Greenpeace y difundidos través de las redes sociales para que las buenas conciencias, esas que se sienten superiores a los demás sólo por comprar un kilo de jitomates orgánicos y andar en bicicleta por toda la ciudad, tengan su paliativo moral.
Se habla también de que la “carne” creada a partir de células madre podrá poner fin al problema del hambre en el mundo dentro de diez o 20 años. Si la Frankenburguer costó más de 300 mil dólares, ¿qué harán para abaratar el proceso de producción? Y lo pregunto con cierto temor porque sabemos que las empresas suelen carecer de escrúpulos en cuanto a lo que le dan al cliente, tanto que puede llegar el momento en que esta “carne” podrá estar hecha de cualquier cosa, menos de células madre de una vaca.
Si le preguntamos a cualquier científico qué opina, seguramente celebrará este adelanto, pues los avances científicos y tecnológicos son su trabajo y aspiración, pero preguntemos a un transeúnte si se comería esa plasta de células madre, seguramente nos dirá que no pues, al no tener sangre, al no contener grasa ni terminales nerviosas, no es propiamente un músculo, es una plasta incolora e insípida; por lo tanto, no es carne.
Por lo anterior, considero que estamos frente a un espejismo de bonanza futura que en nada resolverá el problema del hambre en el mundo, pues esta problemática no es causada por la falta de alimento, ese es sólo un factor. El hambre en el mundo tiene sus causas en la explotación del hombre por el hombre, en el abuso de los recursos naturales, en el hecho de que la mayor parte de la riqueza en países como el nuestro se concentre en unas cuantas manos, mientras el resto forma parte de las estadísticas de la Organización de las Naciones Unidas. El hambre en el mundo se debe a ese capitalismo voraz y vertiginoso en el que poco importa afectar a los demás si se está ganando dinero, ese capitalismo desarrollista en el que no importa si en un paraje ha estado asentado un pueblo desde tiempos milenarios, si por ahí tiene que pasar una autopista, serán reubicados por las buenas o por las malas.
El hambre, la contaminación, el calentamiento global, la pobreza y los demás males que aquejan a la humanidad no se resolverán con plastas de células madre de cualquier animal; ver en ese remedo de hamburguesa la panacea contra los males de la humanidad es propio de un optimismo de visión demasiado corta, pues la problemática de los países pobres y ricos podrá tener una solución en un replanteamiento de los valores éticos y políticos encaminados a un sistema económico más amigable con los otros y el entorno; ahí está la solución, no en darle hamburguesas a los pobres del mundo.
Si logramos revertir los errores cometidos en este camino emprendido durante los últimos 120 años, el hambre en el mundo no será un problema tan grave como lo es ahora, por lo que la Frankenburguer quedará como lo que es: un bonito espectáculo por el que pagó más de 300 mil dólares uno de los hombres más ricos del mundo.

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