Igual que La cumbiera intelectual, estudió una carrera poco conocida, algo que ver con letra y filosofía. Como muchos de su raza, la torsión en su camino se dio en preparatoria, donde el mismo mal amigo que lo indujo a la mariguana, puso en sus ingenuas manos un ejemplar de El Anticristo, de aquel ilustre pobre tipo apellidado Nietzche. Dicha lectura vino a acentuar su ya grave sentimiento de incomprensión, valemadrismo y “ateísmo”.
A medida que se sumergía en libros oscuros y música rara, en su ser se forjaba una meta pose que provocó serios cambios en su fisonomía: su sonrisa se desdibujó, los músculos de la cara se petrificaron, su cuello adquirió una rigidez tal que lo obligó a no mirar a los lados y demás mutaciones que ahora lo hacen lucir una actitud que José Agustín denominaría “chingatumadre”.
Al contrario de Sócrates, él sabe que sí sabe así que, dotado de una gran sensibilidad artística, decidió combinar las más elevadas aptitudes de su espíritu: el pensamiento abstracto (extraña mezcla de ontología, misticismo, existencialismo, nihilismo, alusiones helénicas, depresión y el desmedido uno de latinismos así como su amplio vocabulario) y su proclividad al goce estético que supone en todo lo que suene a conceptual y de vanguardia.
Así, armado con el Diccionario Dominguero y el Catálogo de ideas elevadas que usted siempre quiso tener, escribe poemas cuya belleza radica en que el lector ignaro se siente idiota ya que no entiende una sola idea ni se deleita con las imágenes poéticas que para el lector docto son tan nítidas que resultan simples. He aquí un ejemplo:
Estrambótica sanguinolencia
Ulises derrotado por la certeza
pero Nietzche yo sabemos
que la hemoglobina
te da el ser
mi weltanchaung
estulto páramo
donde las moscas
escatológicamente
nutren mi juicio
mientras leemos a Spinoza
fornicamos
intrascendente es pero
el orbe merece saber
Con su magistral uso del lenguaje, el literato incomprensible tuvo las herramientas para escribir con seriedad sobre cualquier idiotez y de manera idiota sobre los asuntos más serios.
Convencido que su cerebro y sensibilidad eran los que la humanidad necesitaba, el literato incomprensible (siempre necio y pese a los consejos de amigos y maestros) ha leído filosofía a diestra y siniestra y sin asesoría alguna (no la necesita). Gracias a ello, ahora sabe que hay un dios pero su racionalismo le impide creer en él, sabe que le gustan las mujeres lindas pero prefiere a las feas pues cree que son las únicas con las que se puede hablar de cosas interesantes.
Tras colaborar para algunos suplementos y revistas, decidió que era tiempo de publicar su libro. Preparó una exquisita selección de su obra poético-filosófica y la mandó a cuanto concurso encontró, tocó las puertas de gran cantidad de editores y los dictámenes siempre fueron distintos: “la poesía no vende”, carece de impacto social”, el autor necesita documentarse más”, “nadie entendió”, “dedíquese a otra cosa”, “ya dile a tu amigo que no me esté chingando”, etc.
Ahora, desilusionado por haberse adelantado a su época, el literato incomprensible escribe poemas que resultan adivinanzas filosoficoides y presto acude a talleres y tertulias esperando conocer al editor que por fin reconozca su increíble talento y acceda (no, le pida) a editar su obra en un fino volumen de seiscientas páginas. Pero como buen depresivo, sospecha que pasarán cien años antes de que alguien encuentre sus manuscritos y los dé a conocer al mundo, quien quita y para entonces la humanidad entienda su mensaje.