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2 de julio de 2012

Cine Arcadia: idolatría fálica


Dante solitario fui, y es que no hubo Virgilio alguno que se aventurase a por lo menos acompañarme en el descenso al Círculo que los sátiros y onanistas tienen en el Infierno moreliano. Nervioso y procurando no ser visto por alguien que pudiese identificarme, llegué a la marquesina para consultar la cartelera: Foxies, Horny Housewifes, Black Asses, Blondie Teens. Títulos que de entrada invitan al morbo y despiertan la concupiscencia de cualquier practicante de los placeres de Onán. Consulté el reloj y vi que Black Asses estaba por terminar, siguiendo Blondie Teens en el programa de permanencia voluntaria. Me sentí aliviado pues el porno con negras siempre me ha resultado sumamente desagradable; no es una cuestión racial, es sólo que para este tipo de cintas suelen contratar lo que a todas luces son prostitutas viejas y gordas de cualquier barrio bajo de Estados Unidos: migajonas.
Ya trece o catorce años antes había estado en ese lugar durante una expedición con dos compañeros del bachillerato. Aun recuerdo la trama de Sansón y Dalila: Sansón, un tipo fortachón de rasgos italoamericanos, al perder su frondosa cabellera, se ve condenado a la más atroz y frustrante impotencia sexual. Dalila, una rubia exuberante, se ve en la penosa necesidad de tener sexo con hombres y mujeres en escenas uno a uno, tríos y orgías a fin de satisfacer su muy natural apetito sexual. Al final de la cinta, aparece Sansón con una espesa melena rubia (peluca) y somete a Dalila a lo que en la cinta es la cogida de su vida dentro de los cánones, estereotipos y clichés de la pornografía norteamericana. Sabemos que el porno es puro cuento pero eran lo buenos tiempos de Private.
Mis compinches y yo vimos la película dejando una butaca de por medio entre cada uno. El Zurdo sonreía, La Parca ni siquiera parpadeaba y yo tragaba saliva pensando en llegar a casa para masturbarme, lo cual hice. No dudo que ellos lo hayan hecho también. Ahora, trece o catorce años después, ahí estaba, sin el afán masturbador de aquel entonces pero sí con el block de notas mentales listo para registrar todo lo que viera o escuchara.
Desde el momento en que me acerqué a la taquilla, sentí como si un hierro caliente se hubiera posado sobre mí y es que el encargado, cada que alguien le extiende los cuarenta pesos del boleto, parece poner sobre la frente del comprador las palabras “degenerado”, “pervertido”, “marica”, “sátiro”, “chacal” o “chaquetero”. A pesar de que su voz es prácticamente inaudible, esa mirada inquisidora y casi reprobatoria es más que elocuente. Eso o es mera impresión pues el que va al Cine Arcadia sabe que en cualquiera de las anteriores categorías puede encajar.
Entré a la sala, cinco o seis tipos estaban en fila india junto a la puerta. Cuando abrí, por algunos segundos me observaron como evaluándome; intencionalmente dejé la puerta abierta durante más o menos un minuto, a lo que unos reaccionaron adentrándose más en la sala, otros volteando hacia el muro y otros más buscando asiento en alguna butaca cercana. Eso me dio la sensación de que buscan el anonimato quizá por el temor a ser reconocidos o quizá para no ser identificados en la calle. Avancé hacia el interior de la sala, los muros color vino me impedían ver dónde había gente. Así caminé por el pasillo hasta las primeras filas, donde el resplandor de la pantalla podía salvarme de un tropezón mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad.
Mientras en la pantalla un tipo flaco de tez cadavérica arrojaba semen sobre la cara de una negra fofa y vieja, recordé “Una ciudad maligna” el cuento de Charles Bukowski: “Frank Miró a su alrededor. Las cabezas parecían balancearse por todas partes. No había mujeres. Los tipos parecían estar chupándosela unos a otros. Chupaban y chupaban. Parecían no cansarse. Los que se sentaban solos estaban al parecer meneándosela.”
Y efectivamente así era, cada que alguien se sentaba en alguna de las butacas cercanas al pasillo, otro fulano se paraba a un costado recargado en la pared y se ponía a observarlo como esperando cualquier señal. Si el de la butaca no se levantaba, o si comenzaba a masturbarse, el del pasillo se sentaba junto a él y a los pocos minutos ya le estaba haciendo la tan ansiada  felatio. Al voltear hacia atrás me sorprendí con una visión que no esperaba: a lo largo del pasillo había algunas parejas masturbándose mutuamente y otras, incluso, ya en pleno coito. Para este momento y ante lo que mis ojos veían, cada vez me sentía más invadido por el hastío, el asco y la desolación que, mezclados, ya empezaban a provocarme una fuerte opresión en el pecho.
Hombres gordos, hombres viejos, hombres viejos y gordos, algunos jóvenes (la minoría), algunos con aspecto rural, otros de apariencia burocrática, lo evidentemente estudiantes y lo innegables obreros y jornaleros, el travesti que se paseaba con los tacones estridentes y el olor a sudor y mierda por toda la sala sin que nadie le prestara la más mínima atención y deduje la razón cuando fui a orinar. En el trozo de formica que separa los mingitorios del lavamanos, había escrita con marcador negro una leyenda: “¡Ojo! Las vestidas tienen SIDA”. Es difícil saber si es mero infundio o advertencia por parte de alguna víctima de contagio, quizá por ello anduviera como Cotiriné, el indio en la cárcel que describe Ricardo Garibay en De lujo y hambre.
En el sanitario, hombres recargados en los muros, observando detenidamente a todo aquel que entrara, buscando contacto visual, buscando espiarlo mientras orinaba. Tres de ellos, en particular, estaban tratando de atisbar por la puerta entreabierta del baño de mujeres, de donde salían pujidos y mentadas de madre.
­­­­–Qué, ¿función en vivo?
–Seeeee, una vieja y dos güeyes, se la están chingando entre los dos. ¿Quieres ver y yo te lo mamo?
–No.
La película de negras había terminado. Tenues luces amarillas iluminaban el pasillo. Nadie hacía nada. Algunos en la última fila platicaban animadamente y otros miraban hacia abajo. A dos filas de donde yo estaba parado, pude ver a un pedigüeño que vende paletas so pretexto de una operación en los ojos. Con razón los tiene enfermos este cabrón, pensé. El chiste de todo era estar alejados de la luz en el pasillo, a salvo de las miradas. Por el momento hasta pareció una sala normal.
Aprovechando el intermedio, entró uno de los trabajadores con escoba y recogedor en mano, recorrió los pasillos y algunas filas. Mientras en los cines convencionales los encargados de la limpieza recogen envases de refresco, envolturas de golosinas y recipientes para nachos y palomitas, el afanador del Cine Arcadia llevaba un recogedor rebosante de trozos de papel sanitario y preservativos. Por poco vomito al ver algunas manchas de mierda coronando el recogedor. Eso fue entre las butacas y pasillos, qué no recogerá en los baños.
Tras el conserje que salía de los sanitarios esparciendo aromatizante ambiental, salió el trío que estaba en el baño de mujeres. Uno sonreía, otro miraba a la mujer con desdén y ella sollozaba mientras le pedía al segundo que ya se fueran, que en la casa le hacía lo que fuera, lo que el quisiera pero que ya se fueran, a lo que él sólo respondió “eso querías, ahora te chingas méndiga puta”. Pasaron a mi lado y se sentaron en el centro de la sala, ninguno pasaba de los cuarenta.
Las luces se apagaron y empezó la siguiente película. Rubias hermosas con aspecto adolescente, hombres musculosos también jóvenes, tangas y faldas de colegiala: el sello del ya legendario Larry Flynt en la serie Barely Legal. El ir y venir de un lado a otro, entrando y saliendo del baño se reanudó y yo seguía recargado en el pasillo; después de ver el recogedor estaba más convencido de quedarme en pié y sin tocar nada. Todos los tipos que pasaban me lanzaban miradas salaces, como si el hecho de tener pene los hiciera especiales en algún sentido, yo me tronaba los dedos tratando de contener las ganas de lanzar algunos puñetazos. Uno de ellos en particular llamó mi atención pues, parado casi frente a mí, resoplaba de manera animal y se frotaba el pene a través de la ropa. Cuando reparé en las muecas que hacía y en su aspecto de gorila enano me resultó bastante cómico y patético, un completo imbécil. Chasqueó los dientes y apresurado se marchó cuando solté una serie de carcajadas que hicieron voltear a todos los que estaban cerca.
Busqué al trío, ahí seguían. Ella los masturbaba y un anciano, sentado en la fila delantera pero totalmente volteado hacia ellos, los observaba al tiempo que metía mano entre las piernas de la mujer, ninguno de los dos lo impedía. ¿Mujer infiel sorprendida in fraganti? ¿Esposa fantasiosa cuyo grave error habría sido sugerir la idea a su pareja? Difícil saberlo.
Homosexuales de closet, tipos tan feos que dudo que tengan una buena vida sexual (si la tuvieran no irían), chacales, sodomitas, cocksuckers. Pocos, muy pocos, prestan atención a la pantalla, están más ocupados en acechar y ser acechados en ese ambiente de decadencia y sordidez. Tipos que seguramente en la calle lucen de lo más normal, en el Cine arcadia dejan salir al sátiro o al homosexual que llevan dentro. En un momento dado me pregunté, bueno, si son homosexuales porqué no ir a La Rojas y ahí seducir a alguien. La respuesta ahora me resulta obvia: el Cine Arcadia es un armario gigante que les permite seguir con su vida diaria una vez que salen a la calle, incluso creo que hay tal libertinaje porque quizá lo que sucede en el Arcadia ahí se queda. Nunca en ningún lugar vi tal culto al falo al grado de que no importa el aspecto físico ni la edad, sólo buscan un pene para chupar o para tener dentro sin ver comprometida su hombría frente a la sociedad.
En esta reflexión estaba cuando sentí una mano posarse sobre mi espalda, me giré con violencia y lo increpé con palabras altisonantes. El tipejo corrió al baño y yo, ahogado por la nausea, salí y no me detuve hasta llegar al carro y dar marcha al motor. Sólo cuando llegué a casa pude parar de fumar.

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