Creo en tu belleza desvergonzada,
creo en la promesa de tus labios.
José
Cruz
Hace ya
varios ayeres, un amigo publicó en el suplemento de otro periódico un poema
sobre el cual hice una crítica pretenciosa y cargada de recursos gratuitos;
entonces, Neftalí Coria, quien coordinaba el suplemento en el que yo también
colaboraba, después de recibir mi texto me citó en un café a fin de aclarar
ciertos puntos sobre el escrito. Toda la charla que sostuvimos se puede resumir
con lo que me dijo al despedirnos: “Como tu maestro y tu amigo, te digo que está
bien que critiques lo que no te gusta, pero antes de eso te aconsejo que aprendas
a escribir sobre lo que sí te gusta”. Inicio con esta anécdota porque en lo que
va de la semana he leído y escuchado tantas sandeces por parte de los políticos
estatales y nacionales, que hoy, la verdad, me da flojera hablar de ello, así
que he decidido tomarme un receso y escribir sobre algo que sí me agrada. Entonces
prendo la computadora, me sirvo un escocés, pongo a reproducir los discos de
Real de Catorce y empiezo a teclear.
Como
escritor soy buen melómano, como melómano soy ecléctico y como poeta he sido
amante del blues desde hace muchos años, es por eso que recuerdo un homenaje
pendiente, una deuda que tengo con José Cruz Camargo, virtuoso de la harmónica
y maestro del slide en la guitarra, pero también un poeta maldito que ha
llegado a las fibras más sensibles de sus escuchas con poemas de oscura
belleza.
A
finales de los 80 y principios de los 90 se dio el boom llamado “Rock en tu
idioma” con bandas que saltaron a la fama, sobre todo aquellas bendecidas por Televisa, pero hubo grupos que
permanecieron fieles a su música y ajenos a los circuitos del mainstream, y en virtud de ello
cultivaron un público cautivo, seguidores que buscan sus discos y van a sus
presentaciones sabiendo lo que van a escuchar, tal como desde los 60 lo ha
venido haciendo Javier Bátiz o como desde los 70 ha procurado permanecer la
parte auténtica de La Revolución de Emiliano Zapata, no los de “Mi forma de
sentir”, sino los que a la fecha, en cualquier bar de Guadalajara donde se
presentan, siguen tocando y cantando “Nasty sex” con la misma maestría con que
grabaron el tema alrededor de 1970. A esos grupos pertenece Real de Catorce, nombre
en honor a ese mágico pueblo otrora minero enclavado en tierras de los
huicholes, donde el híkuri ilumina a quienes buscan la trascendencia espiritual
y provoca alucinaciones a los que sólo van por el lado divertido del peyote.
Cierto es
que músicos de blues en México hay muchos, pero si algo ha distinguido a lo
largo de todos estos años a Real de Catorce es, además de los excelentes
músicos que han pasado por sus filas, el contenido de sus canciones porque más
que letras a las que se les han hecho los arreglos musicales, se trata de
poemas musicalizados.
Las canciones
de esta banda de blues, escritas por José Cruz en su totalidad, están cargadas
de atmósferas que bien pueden transportarnos a un bar nublado por el humo de
longevos cigarrillos, a lo sombrío de una despedida, a lo sórdida que puede ser
una urbe como la Ciudad de México con todos los personajes que la habitan, al
deseo carnal más puro, al amor más sublime, a la pérdida de la fe en cualquier
dios ante los embates de la vida, al desconsuelo de la orfandad o a la noche y
todos los demonios que la recorren.
Explorando
todos los sonidos del género como el Mississippi blues, el Chicago blues, el boogie-woogie
o el rag time, José Cruz ha cantado y recitado poemas que se han vuelto clásicos
de esta banda.
En el
disco Voces interiores apareció “Pago
mi renta con un poco de blues”, uno de sus temas emblemáticos cuya su fuerza me
recuerda lo que Alaín Derbez escribiera alguna vez para Letras libres en un artículo sobre John Lee Hooker: “En el blues
como en el coito, más allá de la acrobática virguería, es la rítmica
continuidad, la continuidad rítmica, el pulso, la respiración, lo que deviene
clímax”. Esta pieza, que ya de por sí en su versión original es exquisita, en
el disco en vivo titulado Azul se
vuelve un tema casi instrumental al más puro estilo Chicago blues (que no le
pide nada a cualquier canción de Buddy Guy), donde José Cruz hace gala de su
virtuosismo con la harmónica pero también se pone de manifiesto la intensidad
del poeta que se desgarra para mostrar las entrañas al mundo, el poeta que se
desnuda para invitar a la musa a derrumbarlo todo al fin y al cabo no hay nada
que lo ate al mundo, ya que “pago mi renta con monedas de mi alma abaratada,
recargada en los muros de un sueño, de mi alma de música hambrienta perdida en
el corazón de taciturnos bebedores”, por eso la invita a estar “sentados en la
antesala del Infierno, fumando y riéndonos, bebiendo colillas de entusiasmo” y
no dejarle “nada al Señor”.
Su
último disco de estudio, Voy a morir,
es por mucho el más oscuro de todos. En él encontramos a un Real de Catorce más
diversificado en cuanto a ritmos pues no se limitan al blues, sino que exploran
distintos ritmos del rock, del jazz, incluso hay un rap casi al final de “El Virrey”,
tema que describe la rutina de un vendedor de drogas. Pero también nos topamos
con un José Cruz más maduro como poeta, con letras quizá menos grandilocuentes
pero por lo mismo más francas y desgarradoras. Este disco es una obra por
muchos momentos desoladora porque ya desde el primer corte, “Crecimiento cero”,
se hace patente un sentimiento de soledad que llega como una noche que lo
devora todo: la esperanza, el amor, la calma, la vida misma y un amor que
simplemente no acaba de llegar. Pero también destacan temas como “El boxeador”,
un bebop muy influenciado por Gillespie y que sirve como marco musical para un
poema en el que el protagonista vive una relación destructiva en la que
constantemente sale golpeado pero que, a final de cuentas, siempre termina
regresando al ring sin importar quedar completamente derrotado.
Podría
hablar de cada canción contenida en este álbum pero el espacio me lo impide, es
por eso que te invito, apreciable lector, a escuchar esta banda que, a pesar de
la esclerosis múltiple que ha aquejado al maestro José Cruz en los últimos
años, no ha dejado de trabajar, de hacer música, de recorrer el país y Estados
Unidos llevando, como buenos apóstoles, la palabra hecha blues.