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22 de noviembre de 2013

El Ponchis, kafkiana incertidumbre

Hacia finales de 2010 causaba revuelo mediático la detención de quien desde el primer momento fue apodado por la prensa como El Niño Sicario. Recordemos el aire triunfal que la pasada administración federal daba a las detenciones, mostrando ante las cámaras lo incautado y presentando a los flashes y reporteros a los detenidos, fueran peces gordos, meros sicarios o simples halcones. Así fue la detención, el 3 de diciembre de 2010, de Édgar Jiménez Lugo, también conocido como El Ponchis, quien desde ese momento se volvió carne publicitaria de cañón para el gobierno federal, que celebraba la detención de un desalmado y sanguinario asesino que, por las lagunas en la legislación en la materia, está por salir libre el mes próximo luego de cumplir la pena máxima que puede purgar un menor de edad, sea cual sea la magnitud del delito cometido: tres años.
Cierto, El Ponchis es un delincuente, y en esa carrera criminal iniciada a los doce años de edad y terminada a los catorce, justo con su aprehensión, cometió actos sanguinarios (o espeluznantes si se quiere ser dramático) como matar a una persona para luego extraerle el cerebro y rellenar el cráneo con carne molida (sólo dos meses antes de su detención) y degollar a otras cuatro después de torturarlas; eso sin contar los secuestros, asaltos, levantones y venta de drogas en que participó. Sí, es un criminal consumado, muy distante de cualquier adolescente que asalta a un transeúnte o que roba en un negocio. Los delitos cometidos por Édgar Jiménez no sólo llaman la atención por la atrocidad que lamentablemente se ha vuelto frecuente en nuestro país; los crímenes de este adolescente saltan a la vista por todo el contexto en que sucedieron.
De padres separados que radican en Estados Unidos, donde él nació, y con los que desde los cinco años no tuvo cercanía por haber sido criado en México por su abuela, Édgar Jiménez creció en las calles, sólo estudió hasta el tercer grado de primaria y a los once años de edad se volvió asaltante de negocios, para a los doce ser reclutado por el Cártel del Pacífico Sur, una escisión del Cártel de los Beltrán Leyva que además se disputaba el control de Morelos, con lo que en aquel entonces era La Familia Michoacana y el grupo que comandaba Édgar Valdez Villarreal, La Barbie. En este contexto, dos años de la vida de Édgar Jiménez transcurrieron entre casas de seguridad, armas de grueso calibre, torturas, narcotráfico, amenazas de muerte que lo obligaban a delinquir, drogadicción, ejecuciones y el constante peligro de ser asesinado por grupos delictivos antagónicos en medio de la guerra que el gobierno federal sostenía con el crimen organizado.
Lo descrito en el párrafo anterior abre la interrogante sobre cuántos Ponchis habrá en el país, cuántos niños de la calle o de bajo estrato social, sin oportunidades educativas ni una familia integrada e integradora son presa fácil para los grupos delictivos por ser, aunque no se quiera reconocer en estos términos, carne de cañón fácilmente reemplazable en caso de muerte o detención. Y es que a los niños y adolescentes es más fácil adiestrarlos por ser mentes moldeables, basta extirparles el sentido de los escrúpulos y maleducarlos en la violencia y la agresividad para que vean el asesinato como algo normal, y entonces tendrán al matón perfecto, ese que, igual que Édgar Jiménez, simplemente tendrá que drogarse para cometer las peores brutalidades. Si a eso le sumamos la posibilidad de ganar cantidades de dinero que limpiando parabrisas o vendiendo chácharas en los cruceros jamás tendrán (El Ponchis llegaba a ganar hasta tres mil dólares), el panorama es verdaderamente desolador en materia de prevención del delito entre jóvenes y menores de edad.
Alguna vez, Felipe Calderón utilizó la categoría de “daños colaterales” al referirse a los adultos inocentes y niños muertos en enfrentamientos, esos que habían estado en el lugar equivocado a la hora equivocada, muriendo por una bala perdida, una esquirla de granada o en medio del fuego cruzado, situación que la revista Proceso criticó fuertemente titulando un número “Dañitos colaterales”, para hacer un recuento de los menores de edad muertos en esas circunstancias. Pero entre los daños colaterales de las pugnas entre cárteles y los enfrentamientos de estos con las Fuerzas Armadas no sólo están quienes han perdido la vida de esa manera durante estos siete años, también hay que contar a las víctimas sociales, esos menores de edad que de una u otra forma han terminado enrolados en la delincuencia, historias con dos finales posibles: la muerte a manos de grupos rivales o caer en manos de un fallido sistema de reinserción social que, de entrada, está mal planteado, pues estos adolescentes no pueden ser reinsertados a la sociedad por la simple y sencilla razón de que nunca han sido reconocidos por ella.
Y es que para los corporativos criminales es realmente fácil reclutar a un adolescente, digámoslo en términos conservadores, del arrabal. Sin dinero, sin educación y viviendo en la precariedad familiar, espiritual y económica, de repente tener dinero, carro, celular caro, ropa de marca, mujeres y, sobre todo, poder sobre los demás, luce tentador para quien siempre ha sido negado y vilipendiado por la sociedad, relegado por el sistema educativo y de salud y denigrado e ignorado por el Estado y sus instituciones. Así que con dinero y poder los escrúpulos pasan a importar un comino pues no es posible sentir respeto hacia una sociedad que siempre los escupió y los marginó, así de fácil y así de complejo es el problema.
Tres años después, a los 17 de edad y como una broma de nuestro muy kafkiano Código Penal, a principios de diciembre Édgar Jiménez saldrá del Tutelar para Menores y el panorama es sumamente negro para él, porque además de que, a decir de los especialistas que lo han atendido, no está psicológicamente preparado para integrarse a la sociedad, corre dos riesgos: ser asesinado en venganza por los brutales crímenes que cometió o reintegrarse a las filas de la delincuencia organizada. Y aunque ha pedido ser acogido en Estados Unidos para continuar con su tratamiento en tanto que nacido en aquel país, las autoridades norteamericanas simplemente no lo quieren en su territorio, pero como no cuenta con un acta de nacimiento mexicana, las autoridades de aquí tampoco saben qué hacer con él, sólo que el 10 de diciembre próximo debe salir, y como no se trata de ningún Caro Quintero que puede hacerse ojo de hormiga aprovechando las lagunas constitucionales del Estado mexicano y las mentales de quienes lo dirigen, el final de esta historia es de pronóstico reservado.

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