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6 de diciembre de 2011

BLACK SUNDAY BLUES

Levantarme un domingo

con los músculos magullados

y una cornada bajo el brazo

mientras decenas de ángeles

me muestran la belleza

que nunca tocaré.

Levantarme un domingo

y andar dieciocho horas

con la dureza de la cama a cuestas;

no escribir, no hablar,

no tener fuerzas para romper la maldición

que me obliga a guardar silencio.

Levantarme un domingo negro

y dejar que todo pase

hasta que mi estela de humo

se disipe al anochecer.

22 de noviembre de 2011

Nacido para la espera: NÚMEROS ROJOS

Nacido para la espera: NÚMEROS ROJOS

NÚMEROS ROJOS


Los años de andar errático
de pronto pasan la factura,
debo no niego, pago no tengo;
pero doy en prenda las horas,
algunos discos gastados
y los sueños húmedos
que me han cimbrado la piel.

Salvo los tesoros
quye no son negociables,
tengo la mitad de la noche
durmiendo bajo la almohada,
la luna que le robé
a una antigua novia,
la lluvia sin sombrilla
y el empaque de las sorpresas.

Guardo algunos libros de Neruda
para las noches de vigilia
y fotografías en sepia
para oler el pasado.

Le pago a la vida
con este valle donde crecí
y el lago salado
donde jamás nadé.

"Toma chocolate,
paga lo que debes".
Aquí traigo un montón de ripios
(palabra tan horrible)
y los ugares comunes
que guardo en la cajuela
por si dejaran de serlo.

¿Cuánto valdrán
mis lentes viejos?
¿Cuánto ofrece la vida
por los primeros cuadernos,
las cicatrices marchitas
y las corbatas que uso
como disfraz de señor importante?

Sólo eso tengo,
lo demás lo gasté
en mi propio semblante.
Si eso bastara,
súbanlo al camión;
si no es suficiente,
a chingar a su madre,
me declaro desauciado.

31 de enero de 2011

El Día de la Chingada Partes 1, 2 y 3 de no sé cuántas, todo corregido y/o aumentado


1

Hay días que le hacen honor a su nombre pues llevan las características de su lugar en la semana, aunque hay los que se rebelan a su naturaleza y de esa forma tenemos martes que quieren parecer domingo, sábados como lunes y viernes que huelen a miércoles; pero siempre acaban por ajustarse a las reglas y no les queda más que la frustración.

En los libros de profecías de diferentes sabios y yonquis se hablaba de un día que no parecería ninguno, que no tenía la importamadrista espiritualidad del viernes, ni la pereza del lunes, ni el hastío del jueves, no era festivo como el domingo ni tenía ese sabatino olor a supermercado. Las profecías lo describían como una masa informe de tiempo en el que nada de lo que se hiciera o dijera tendría repercusiones a futuro y las consecuencias de actos y decisiones del pasado ese día se tomarían unas vacaciones. En muchas culturas se conocía esta profecía y cada una lo llamaba según su lengua o idiosincrasia, en México se le llamó el Día de la Chingada, por ser el lugar a donde se mandan las cosas y personas que ya no sirven, que ya no queremos ver más o que simplemente ya no son de interés.

Pero las profecías también hablaban de un hombre que ese día cambiaría el orden mundial de las cosas, o ya de jodido, la realidad del país donde viviera. De entrada, los especialistas en la materia descartaron la idea de un anticristo, pues eso ya estaba muy visto y a final de cuentas era muy subjetivo; también se descartó una posible Parusía pues tampoco se trataba del Juicio Final. Este hombre del que hablaban las profecías saldría del anonimato a hacer cosas extraordinarias ­­–para bien o para mal–, para luego perderse en la multitud. En México, tomando recursos lingüísticos ya conocidos y fáciles de usar, a este hombre simplemente se le llamó el Hijo de la Chingada.

Todos los gobiernos del mundo empezaron a tomar precauciones: los israelíes aumentaron algunos metros más al cerco contra los palestinos, el gobierno de Venezuela nacionalizó cada negocio o empresa particular, por grande o pequeña que fuera; el gobierno de Estados Unidos deportó a toda persona que tuviera nombre, apellido o fisionomía árabe. En México, dada la connotación negativa que tiene lo relacionado con la Chingada, de inmediato se contrataron más soldados y policías federales a fin de evitar que el crimen organizado (y el desorganizado también) operara en la impunidad, esto es, sin dar la respectiva participación financiera a quienes dictaminaban lo bueno y lo malo. Asimismo, se creó la Fiscalía Especializada en Asuntos de la Chingada, que operaba con recursos destinados originalmente a las becas de los artistas que se amamantaban en la ubre del Estado.

Es por ello que el Consejo de Ancianos, o Suprema Corte de Justicia, como les gusta ser llamados para darse importancia, dictaminó que sería anticonstitucional dar mérito a cualquier actividad realizada ese día. Esta medida, poco pensada pero muy debatida, causó mella entre los políticos mesiánicos que ya pretendían colgarse la aureola. Así, a tontas y a locas y sin nada certero, todos se preparaban para el Día de la Chingada, el Hijo de la Chingada y lo que pudiera ocurrir.

2

El Hombre S, igual que todos, también quería estar listo para lo que las profecías dictaban, pero no sabía qué pasaría, por lo tanto, no sabía cómo prepararse o siquiera si debía hacerlo. Únicamente se limitó a comprar víveres, cigarros, café, una botella de ron y un revólver con dos balas: una para él y otra para su esposa en caso de ser necesario tomar medidas drásticas.

El Hombre S tenía una personalidad entre gris y desdibujada; era de esos antropoides que entran y salen de los bares, oficinas, burdeles, cafés o de cualquier otro sitio sin ser sentidos; de esas personas a las que, de no ser por la inevitable invasión al campo visual, nadie vería. Eso, en lugar de afectarlo, le agradaba pues le daba la oportunidad de ser el perfecto voyerista social, quedarse dormido en las asambleas y la iglesia, contemplar a las mujeres aun cuando éstas fueran acompañadas.

La esposa del Hombre S era todo lo contrario: ni siquiera tenía qué hablar, su presencia ya era escandalosa, sus facciones y complexión le daban cualidades de fenómeno rayando en esperpento. Esta mujer (llamémosla de alguna manera), se alegraba de la personalidad gris del Hombre S pues él nunca le robaba cámara; ella, en cambio, si hablaba o cantaba, todos volteaban a verla, si bailaba todos reían hasta revolcarse en el suelo, lo cual ella interpretaba como tenerlos a sus pies.

Aunque en cualquier reunión, la mujer hacía y decía puras idioteces que a cualquiera en su situación habrían avergonzado, además del profundo pero pasivo odio que sentía hacia su mujer, el Hombre S ya se había acostumbrado a que su mujer hiciera estupideces mientras él hacía lo que le daba la gana.

El Hombre S era un maestro de preparatoria que vivía con la comodidad de estar solo, sin exigencias de nadie. Había terminado la universidad con la idea de colocarse en un trabajo de donde fuera inamovible. En tanto que era disciplinado y nada conflictivo, pronto se ganó la simpatía del Sindicato, por lo que al paso de un año, ya tenía una plaza y un salario seguro. La Mujer, había estudiado psicología en una universidad privada; hija única, estaba acostumbrada a tener toda la atención sobre sí, a cumplir o que le cumplieran todos sus caprichos por idiotas que éstos fuesen. De joven, había sido bonita, pero el exceso de maquillaje y la mala alimentación, a los treinta años la tenían hecha un esperpento: gorda, fofa y su cara la hacía lucir diez años mayor.

El Hombre S era de ideas pragmáticas: “trabaja, cobra, come y bebe café; de todos modos no cambiarás el mundo con romanticismos absurdos”. Ella, por el contrario, aspiraba a relacionarse sentimental mente con artistas e intelectuales pues eran los únicos que podían su carácter revolucionario y feminista. Bastaba con que un hombre flirteara con ella para de inmediato asumir aquello como un “macho haciendo alarde de sus genitales y cosificando a la mujer”.

Antes de casarse, los dos frecuentaban el mismo café. Durante años coincidieron a la misma hora: ella en su mesa con sus amigas y él en la suya sólo para leer el periódico o cualquier volante que le dieran en la calle. Si no tenía nada qué leer, simplemente bebía el café a sorbos y perdía la mirada en cualquier punto de la nada. Aunque ninguno de los dos era su mutuo tipo, se sentían algo así como atraídos: para ella, él era un tipo interesante, posiblemente escritor o intelectual; para él, ella era una mujer sencilla, sin complicaciones, que sólo iba al café a hacer la comidilla de cualquier incauto que le diera de qué hablar. Sin embargo, ni él era escritor ni mucho menos intelectual y ella sólo iba al café para hablar con sus amigos de romances ocasionales y sexo sin orgasmos. Lo único que tenían en común era que ninguno de los dos tenía nada mejor qué hacer más que estar en un café matando el tiempo. Otra cosa que tenían en común era que siempre se estaban espiando el uno al otro con la idea de que el observado no se daba cuenta.

Así fue durante años hasta que un día en que el Hombre S se había tomado tres tazas de café, y aprovechando que ella estaba sola, se armó de valor para acercarse y le dijo:

—En todos los años que tengo viniendo a este café, tú eres la única que a veces voltea a verme y yo soy el único que no ve con desprecio tus arranques de furor.

En cualquier otra situación, ella habría tenido la reacción acostumbrada: soltar una carcajada, insultar y mandar al carajo a quien se le acercara con una perorata de donjuanismo. Pero prefirió seguir escuchando.

­—Tú no eres precisamente bonita, yo estoy entre feo y antipático así que dejémonos de estupideces: vamos a mi casa o a la tuya, tengamos sexo, vivamos juntos y ya.

— ¿Y ya?

—Y ya.

Ella aceptó que el Hombre S tenía razón y decidió arriesgar el todo por el todo, total, si no se sentía a gusto, simplemente podía regresar a su casa, a su rutina. Nunca sintió la necesidad de hacerlo y se quedó con él en un espacio de confort, compartiendo el espacio y la comida.

3

Una tarde, como de costumbre cuando ninguno de los dos estaba en el café (jamás iban juntos), estaban en la sala del departamento que cohabitaban. Él leía el periódico y ella la edición especial de Mujer de hoy, dedicada únicamente al Día de la Chingada.

­­­— ¿Y qué haremos el Día de la Chingada que anuncian en la televisión?

—Ah, no sé. Dicen que ese día no se trabaja, supongo que quedarnos aquí para hacer limpieza general, mira que ya hace falta: el otro día metí la mano atrás del ropero y la saqué toda empolvada. Tú no lo notas porque nunca estás en la casa.

—Pero si tengo tres días que no salgo.

―Ah, no me di cuenta. Oye, ¿y si yo fuera la Hija de la Chingada?

―Ya lo eres y no te has dado cuenta.

―Hablo en serio, pendejo. Hablo de que si yo estuviera destinada a hacer cosas maravillosas por la humanidad.

― ¿Cómo las teiboleras?

―No, más bien como tu chingada madre. Hablo en serio. Imagínate: vendrían periodistas a entrevistarme, hombres a invitarme a salir, señoras de sociedad a proponerme que me uniera a sus fundaciones benéficas, el Premio Nobel de la Paz, fama, fortuna…

―Bueno: las entrevistas serían demasiado aburridas, ¿hombres? Brincos dieras; fundaciones de señoras de sociedad: esas fundaciones las patrocinan sus maridos para mantenerlas ocupadas mientras ellos andan con modelos de veinte años; el Premio Nobel de la paz, ¿qué harás? ¿Dejar de ir a fiestas para que la gente se divierta tranquilamente? Además, no sé si no te has dado cuenta, pero en la tele hablan de “El Hijo de la Chingada”, no de “La Hija de la Chingada”; de esas ya tenemos muchas.

―Pues según esta revista, eso de “El Hijo” es sólo un producto más del machismo. Aquí dice que se tratará de una mujer pues en la actualidad somos nosotras quienes estamos dominando el panorama; ¿no has oído hablar de las mujeres alfa?

―Pero esa revista sólo habla de cosméticos y “las diez mejores formas de reconquistar a tu pareja”, y hasta la fecha tú no has aplicado ninguna de esas diez. A ver, según ese mamotreto que tienes en las manos, ¿qué va a pasar ese día?

―Pues sólo dice que alguien va a cambiar todo.

― ¿Y para eso sacaron un número especial?

―También dice que la Hija de la Chingada…

―Ah, lo dan por hecho…

―Vendrá a reivindicar los derechos de las mujeres, a dignificar la esencia femenina que es una la misma para todas las mujeres del mundo.

―Entonces, ¿todas son iguales?

―Sí, lo que las hace diferente es el nivel de misoginia que reina en su entorno.

―Y en caso de ser tú la “Hija de la Chingada”, ¿qué vas a hacer?

―Eso ni los especialistas lo saben, sólo sé que daría a las mujeres libertad para tomar nuestras propias decisiones, para ser nosotras mismas sin vivir bajo el yugo de esta falocracia que es nuestra sociedad. Se acabarían los maridos mantenidos, los golpeadores, los abusadores.

A partir de ese momento, la muer se soltó en una perorata sobre los derechos de las mujeres y cómo éstas han vivido subyugadas por los hombres, y cómo el mundo sería un lugar mejor si todas las mujeres fueran como las de las de Sex and the city. Con sólo mencionar ese programa, el Hombre S sintió nauseas, se levantó y se fue al café. La muer ni siquiera lo notó, hasta que preguntó “¿tengo o no tengo razón?” a lo que no hubo nadie que le respondiera.

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Clan Amaral

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