Cada
vez que un mexicano transita por la
última milla en Estados Unidos, se suscita el debate en torno a la pena de
muerte. No diremos si el último connacional ejecutado en Texas era culpable o
inocente o si su juicio estuvo lleno de irregularidades, por lo que hubiera
podido ameritar la revisión del caso o cambiarle la pena de muerte por cadena
perpetua. Vaya, ni siquiera diré su nombre para no distraerme.
De
entrada, una persona que es detenida en otro país por un delito cometido en
aquella nación tendrá –invariablemente- que ser juzgada con las leyes del país
donde tuvo lugar la comisión del crimen, entonces no debe extrañarnos que un
mexicano sea condenado a muerte en una nación cuya legislación lo permite y lo
estipula en algunos estados. No digo que sea lo justo, sólo que es lo legal, y
recordemos que muchas veces la legalidad no implica el ejercicio de la justicia
y la ética. Esta idea es el principio básico de la soberanía de un país, pues
así como ningún otro debe intervenir en su territorio geográfico, tampoco debe
hacerlo en el plano legal o en el político. Claro, eso en un mundo ideal pues
recordemos que Estados Unidos nunca se ha caracterizado por su respeto a la
soberanía de otros países, entre ellos México.
Personalmente
lo digo: no soy partidario de la pena de muerte pero sí de castigos severos que
vayan de acuerdo con el delito cometido. Esta postura se debe a que en México
(no sé hasta qué punto en Estados Unidos) la procuración de justicia y el
sistema penitenciario han estado tan corrompidos que pueden darse dos extremos:
uno, el del presunto culpable que puede pasar años en la cárcel simplemente a
la espera de un veredicto o porque no habla español y en realidad pudo no haber
sabido ni de qué se le acusaba; y por el otro, el de el delincuente que por sus
influencias y su dinero no sólo consigue condenas laxas, sino hasta privilegios
durante su reclusión, y el caso de El
Chapo en el Penal de Puente Grande y su posterior fuga de éste son claros
ejemplos de cómo puede estar corrompido el sistema penitenciario (léase Los señores del narco, de Anabel
Hernández). Más ejemplos de estos niveles de corrupción e ineficiencia en la
impartición de justicia los encontramos en las liberaciones de Florence Cassez,
Raúl Salinas y Caro Quintero.
Decía
entre paréntesis que no sé hasta qué punto esté corrompido el aparato de procuración
de justicia en Estados Unidos, y es que no es que no sea corrupto, sólo que esa
descomposición es motivada por diferentes intereses. Pongamos dos escenarios
paralelos: en el primero de ellos está un pandillero, por poner un ejemplo,
quien en medio de un asalto mató a un policía o lo asesinó en venganza. Todo el
peso de la ley caerá sobre este preso sin importar si es hispano, negro, anglosajón
o de cualquier raza, incluso puede ser un ciudadano decente y sobre él recaerá
la pena más dura. El otro escenario es el de un narcotraficante mexicano, quizá
un narcojunior como el hijo de El Mayo
Zambada o el ahora famoso Chino Ántrax.
Aunque personas como esas hayan hecho cosas de peores implicaciones sociales
que el asesinato de un policía, el gobierno estadounidense no se deshará de
ellos así nada más, sino que los resguardará de quienes podrían atentar contra
sus vidas, y si los delitos no son tan graves y deciden cooperar, hasta los
pueden acoger como testigos protegidos. Y es que el gobierno norteamericano le
saca más provecho a estos detenidos interrogándolos que ejecutándolos, y eso
porque pueden llevar a la CIA y la DEA a la localización de peces más gordos, y
no importa que estén en territorio mexicano, Estados Unidos siempre tendrá la
forma de violentar la soberanía nacional y venir por los capos que le interesan.
Esto a pesar de que, paradójicamente, en ninguna cárcel mexicana haya recluida persona
alguna por su participación en el operativo Rápido
y furioso, mediante el cual se importaron desde Estados Unidos innumerables
armas cuyos destinatarios eran los miembros de la delincuencia organizada,
operación llevada a cabo con la anuencia y apoyo del gobierno norteamericano.
Volviendo
al tema de la pena capital, más allá de las cuestiones políticas y diplomáticas
no hay que olvidar que lo que se está determinando es la vida o la muerte de un
ser humano. Cierto, casi cualquiera me podrá decir que se trata de delincuentes
que no se tocaron el corazón para matar a alguien deliberadamente, pero aquí es
donde entra lo que decía al principio, que no soy partidario de la pena de
muerte pero sí de castigos acordes con el delito cometido, así que considere
usted, querido lector, qué pena propondría para un pedófilo, un tratante de
blancas, un violador, un traficante de menores o un desquiciado que violó y
mató a una familia, ¿sería realmente justa la pena capital o en realidad sería
un castigo amable?
Que no
se confunda esto que sugiero con la Ley del Talión, no es así de simple. Cuando
se juzga a alguien por homicidio hay que ver, primero, que sí, el homicidio es
un delito, pero también hay que dejar bien claro en qué circunstancias se
cometió y si el homicida muestra algún indicio de arrepentimiento y
posibilidades de regeneración y adaptabilidad a la sociedad. Si es así, hay que
darle las herramientas para su sano reintegro a la sociedad, así haya matado a
un yonqui o al mismísimo Papa. Pero si es un enfermo que no tiene remedio, que
si vuelve a salir a las calles posiblemente reincida, ¿qué caso tiene que el
Estado lo mantenga?, quizá sólo para realizar estudios científicos,
psiquiátricos y psicológicos a fin de detectar casos similares en un futuro;
salvo eso, mantenerlo con vida es innecesario, y lo mismo aplica para
delincuentes que sabemos que reincidirán por no conocer otra forma de vida.
Claro
que en este punto estamos ante la disyuntiva entre la pena de muerte como acto
de justicia o como venganza de Estado, incluso como un revancha de una sociedad
agredida. El caso es que la pena de muerte en Estados Unidos curiosamente sigue
vigente en estados como Texas, donde mayores facilidades tienen los ciudadanos
para la adquisición y portación de armas de fuego, por lo cual es más fácil la
comisión de asesinatos. Por otro lado, hemos de agradecer a nuestro mexicano
catolicismo que dice que sólo Dios puede quitar la vida, pues como está el
aparato gubernamental de procuración de justicia, la pena de muerte sería un
grave riesgo, ya que así como hay miles de presos que en realidad son
inocentes, ¿cuántos condenados en las mismas circunstancias pasarían a la
inyección letal sin derecho a defenderse?
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