El
presidencialismo mexicano tiene una historia rica en excesos, equivocaciones,
devaneos entre una ideología y otra, la defensa de los más altos valores
cívicos que han encumbrado a la patria, pero también crisis financieras y
políticas que han sido producto de la miopía, la estupidez y la sujeción a los
intereses extranjeros.
Los
que han repartido la tierra, los que han pretendido “defender el peso como un
perro”, los que han expropiado los bienes de la nación, los que han salido al
extranjero a poner su puestecito como si de baratijas se tratara, los
globalizadores, los que han democratizado la violencia, los hijos del dedazo,
los represores, los que se han enriquecido con y a través de sus hermanos; en
fin, el presidencialismo está lleno de joyas.
López Portillo, de http://www.diariomarca.com.mx/?p=75144 |
Esta
semana, en la televisión apareció el gabinete del gobierno de la República para
anunciar con bombo y platillo la tan denostada y cacareada iniciativa de
reforma energética. En lo que parecía un acto protocolario sólo comparable con
el acceso al balcón presidencial para el Grito de Independencia, la melodiosa
voz de la maestra de ceremonias llamaba a la compostura y a esconder las garras
a fin de entonar el sacrosanto Himno Nacional lo que, dada la naturaleza del
evento, era igual que cantarle a un moribundo su canción favorita.
Sin
ser un experto en asuntos petroleros (y dudo que los golden boys del gabinete lo sean), me enfoco hacia el significado
del evento en sí. Enrique Peña Nieto es una imagen pública, un producto vendido
y consumido. Para ejemplificarlo, veamos algunas minucias de los tres últimos
presidentes de México.
Vicente
Fox, el pregonero del cambio, del “¡Ya!”, de la V de la victoria para sus
correligionarios y el dedo medio erguido para Francisco Labastida, fue un
candidato populista, demagogo y sensacionalista. Dicharachero, ocurrente y
sumamente rústico, se posicionó en el gusto del consumidor electoral lidiando
con las críticas de los detractores con un recurso irrefutable: la avalancha de
gente que quería al PRI fuera de Los Pinos. Con todo ese aparato
mercadotécnico, en contraste con el poco carisma (aunque más discurso) de sus
contrincantes, Vicente Fox arrasó. Lo malo con el señor de la botas de charol
es que nunca dejó de ser candidato, jamás gobernó a este país. Todo su sexenio
se puede resumir en frases lapidarias que se volvieron chuscas y chuscas que se
volvieron lapidarias, los excesos del poder que detentaba la entonces primera
dama, la piadosa frivolidad (recordemos aquel crucifijo regalado por su hija en
plena toma de posesión al grito de “¡Juárez, Juárez!”) y el afán de hacer de
México una potencia mundial sin saber cómo. Ese fue Vicente Fox, el mismo que
dijo que resolvería el conflicto en Chiapas en quince minutos, el mismo que
dijo que se encargaría de que López Obrador no ganara en 2006 y actual promotor
de la legalización de la mariguana. Como presidente de la República, Vicente Fox
fue la caricatura de cualquier presidente municipal de pueblo en cualquier
película del Piporro.
Contrario
a esa chispa comercial y farandulera de Fox, Felipe Calderón estaba condenado
al descrédito. Candidato acartonado, sin la capacidad discursiva de Diego
Fernández de Cevallos ni el carisma de Vicente Fox, llegó a la Presidencia por
medio del fraude electoral y con algunas promesas bajo el brazo. A diferencia
de su antecesor, Calderón no fue candidato ni siquiera durante la campaña, pues
lo que hubo fue una grosera saturación de su imagen en todos los medios, en
todos los postes, en los coches, en las bardas, en cualquier superficie
permitida. En medio del descrédito por la turbia manera de ganar las
elecciones, Calderón inició el baño de sangre que a la fecha padece el país
como un intento de legitimar su investidura presidencial. Lo malo es que esa
guerra se dio a tontas y a locas y los únicos resultados fueron las decenas de
miles de muertos y desaparecidos.
El
presidente del empleo y el desarrollismo quedó como el presidente de la “lucha”
contra el narco, lucha entrecomillada
porque no fue tal, más bien constituyó un ejercicio en que el perro trata de
morderse la cola, una guerra basada en palos de ciego pues su estrategia se
basó en saturar las calles y las carreteras con militares y federales, sólo
para que muchos de estos afianzaran su colusión con diversos capos, siempre con
la cuota mínima de algún detenido cada cierto tiempo y lucirlo a las cámaras y
los flashes de los medios mientras México se sumía en la barbarie, las
matanzas, el miedo y la zozobra, y así seguimos.
Pero
volviendo a la reciente presentación de la iniciativa de la reforma energética,
fue como un viaje en el tiempo. Ese evento fue la contemplación de la figura
presidencial en todo su esplendor, fue escribir la palabra “presidente” con
mayúsculas y no es de extrañar, pues Peña Nieto siempre fue un producto
elaborado con la receta secreta del Grupo
Atracomulco, enlatado en Televisa y ofrecido en forma de galán de
telenovela. Fue la historia del joven aristócrata que convierte en primera dama
a la plebeya para llevarla a vivir al palacio de Los Pinos, donde con sus hijos
(la prole somos nosotros) vivirá un cuento de hadas de seis años que se
avizoran eternos.
Desde
su toma de posesión se dejó ver lo que sería el sexenio: todo girando alrededor
no sólo del presidente, también en torno a la imagen que de éste se proyecta.
El cierre de avenidas, las barricadas, el insultante cerco de seguridad, las
camionetas blindadas en caravana, los atropellos, las vejaciones hacia los
manifestantes, la represión, todo, todo fue para dar la imagen de un gobernante
que entraba pisando fuerte, un presidente sobre el que nadie iba a pasar pues
estaba decidido a ser “el presidente”.
El
siguiente paso fue el Pacto por México. Mejor estrategia no se pudo
instrumentar para gobernar sin trabas, al grado de que hay legisladores que no
se consideran de oposición, sólo de partidos distintos. Y ahí, en un acto
similar, estaba la plana mayor de los principales partidos políticos y sus
respectivos líderes de bancada en ambas cámaras, gobernadores, dizque
intelectuales, empresarios, todos juntos y decididos a dejar hacer, dejar
pasar.
En La tragicomedia mexicana, José Agustín
cuenta que cuando Díaz Ordaz decía alguna palabra altisonante, de inmediato
rectificaba con la frase “perdón, investidura”. Así vivimos el presidencialismo
actual: el gobernante al que no se le mueve un cabello, el gobernante del
discurso preparado, recitado e invariable. Estamos frente a un discurso presidencial
basado en los eslóganes, con palabras que parecen mantras (mover a México,
reformas estructurales, sin hambre, por citar ejemplos). Tenemos un presidente
amigo de sus amigos (aunque estén presos pero no por mucho tiempo) pero
implacable con quienes le estorban, un jefe de Estado al que los gobernadores
emanados de su partido vuelven a ver como patrón, al que las principales
televisoras se rinden y ante quien los líderes sindicales y políticos se
arrodillan, pues ha recobrado vigencia aquello de que “vivir fuera del
presupuesto es vivir en el error”, sin pasar por alto que lamentablemente no
hemos dejado de estar “tan lejos del cielo y tan cerca de Estados Unidos”. En
fin, presidente, he ahí a tu pueblo; pueblo, he ahí a tu presidente.
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