El lunes de esta semana se presentó vía Internet la
primera hamburguesa hecha con “carne” cultivada in vitro, un gran avance científico que sólo puede ser auspiciado
por mega magnates como Sergey
Brin, el cofundador de Google. A partir de células madre
de una vaca supuestamente viva, se creó un espécimen de más de 300 mil dólares
para comprobar que estamos cada vez más cerca de Un mundo feliz, de Aldous Huxley.
Cazando información en la red, me topé con un
sinnúmero de voces optimistas que aducen que este logro científico hará posible
abatir el hambre que seguramente padecerá la humanidad en algunas décadas,
cuando seamos (o sean) más de nueve mil millones de cabezas de ganado humanar;
otro motivo de fiesta y algarabía es que con este tipo de “carne” se acabará la
necesidad de pastizales y cultivo de forrajes, los gases de efecto invernadero
que emiten las reses desde sus enormes aparatos digestivos (nadie habló de los
que emitimos nosotros, toda vez que, comiendo prácticamente de todo, nuestras
emisiones pueden ser más agresivas con nuestro vulnerable planeta); también
llegará a su fin la necesidad del degüello en rastros y el desalmado trato que
sufren los animales al ser sacrificados.
El asunto es que pese a todos los buenos augurios
que la Frankenburguer pueda suscitar
entre los pregoneros del trato humano a los animales y a los amantes de los
carros híbridos, si este tipo de materias se llega a comercializar para abatir
el consumo de carme de verdad, con las reses, pollos y cerdos que dejarán de
ser necesarios, también extinguirá una parte del ser humano.
Desde los albores de la humanidad, el hombre se vio
en la necesidad de cazar para satisfacer su apetito; tiempo después se
domesticaron algunas especies y nació la ganadería, actividades humanas tan
antiguas como el hambre. Digo lo anterior porque, habiendo crecido en una
familia de carniceros por un lado, y adoradores de la carne en mi mitad Amaral,
no veo sufrimiento alguno en las reses, pollos, cerdos, borregos, chivos,
conejos, ranas, codornices, peces y demás especies que se puedan criar, engordar
y sacrificar para alimentarnos, no para divertirnos. No sé en Japón, pero en
México no matamos animales a garrotazos para luego comerlos, es un proceso en
el que el ganadero invierte mucho tiempo, dinero y cariño a fin de hacer
producir su negocio.
Quizá ya no andamos cazando animales salvajes para
comerlos y cubrirnos con la piel (hay gente que lo hace por nosotros), pero
este rasgo meramente humano de llevar la carne del bisonte para alimentar a la
tribu aún se manifiesta, con algunos refinamientos pero ahí está: a la hora que
usted va a la carnicería o supermercado y escoge la carne que consumirá con su
familia, a la hora de cocinarla y servirla para que los suyos coman, o cuando
se hace un festín en torno a un asador y es el jefe de la tribu quien la
marina, la asa y la sirve. Y esto va más allá de simplemente ser amantes de la
carne de verdad, pues en muchas familias, la hora de la comida es sagrada (al
menos en mi casa lo es), es ese momento en el que se agradece por la
bienaventuranza de comer bien, sabiendo que en este país hay familias para las
que un bistec es algo impensable.
Dudo que toda esta gente sensible, amante de los
animales y defensora de la Frankenburguer
como remedio a los desalmados sacrificios haya estado en su vida en algún rastro
y ver cómo funciona realmente el proceso. En los rastros no se golpea al
animal, no se le maltrata pues eso provoca que, por la dificultad del
desangrado, la carne contenga más toxinas. No, en los rastros no se degüellan
los animales como si de un ritual narcosatánico
se tratara, esos son mitos generados desde Greenpeace y difundidos través de
las redes sociales para que las buenas conciencias, esas que se sienten
superiores a los demás sólo por comprar un kilo de jitomates orgánicos y andar
en bicicleta por toda la ciudad, tengan su paliativo moral.
Se habla también de que la “carne” creada a partir
de células madre podrá poner fin al problema del hambre en el mundo dentro de
diez o 20 años. Si la Frankenburguer
costó más de 300 mil dólares, ¿qué harán para abaratar el proceso de
producción? Y lo pregunto con cierto temor porque sabemos que las empresas
suelen carecer de escrúpulos en cuanto a lo que le dan al cliente, tanto que
puede llegar el momento en que esta “carne” podrá estar hecha de cualquier cosa,
menos de células madre de una vaca.
Si le preguntamos a cualquier científico qué opina,
seguramente celebrará este adelanto, pues los avances científicos y
tecnológicos son su trabajo y aspiración, pero preguntemos a un transeúnte si
se comería esa plasta de células madre, seguramente nos dirá que no pues, al no
tener sangre, al no contener grasa ni terminales nerviosas, no es propiamente
un músculo, es una plasta incolora e insípida; por lo tanto, no es carne.
Por lo anterior, considero que estamos frente a un
espejismo de bonanza futura que en nada resolverá el problema del hambre en el
mundo, pues esta problemática no es causada por la falta de alimento, ese es
sólo un factor. El hambre en el mundo tiene sus causas en la explotación del
hombre por el hombre, en el abuso de los recursos naturales, en el hecho de que
la mayor parte de la riqueza en países como el nuestro se concentre en unas
cuantas manos, mientras el resto forma parte de las estadísticas de la
Organización de las Naciones Unidas. El hambre en el mundo se debe a ese
capitalismo voraz y vertiginoso en el que poco importa afectar a los demás si
se está ganando dinero, ese capitalismo desarrollista en el que no importa si
en un paraje ha estado asentado un pueblo desde tiempos milenarios, si por ahí
tiene que pasar una autopista, serán reubicados por las buenas o por las malas.
El hambre, la contaminación, el calentamiento
global, la pobreza y los demás males que aquejan a la humanidad no se
resolverán con plastas de células madre de cualquier animal; ver en ese remedo
de hamburguesa la panacea contra los males de la humanidad es propio de un
optimismo de visión demasiado corta, pues la problemática de los países pobres
y ricos podrá tener una solución en un replanteamiento de los valores éticos y
políticos encaminados a un sistema económico más amigable con los otros y el
entorno; ahí está la solución, no en darle hamburguesas a los pobres del mundo.
Si logramos revertir los errores cometidos en este
camino emprendido durante los últimos 120 años, el hambre en el mundo no será
un problema tan grave como lo es ahora, por lo que la Frankenburguer quedará como lo que es: un bonito espectáculo por el
que pagó más de 300 mil dólares uno de los hombres más ricos del mundo.