La noche del 5 de noviembre de 2010
había algo peculiar: ningún agente de Tránsito. Y es que cuando se tiene una
ruta definida y cotidiana, ya el conductor sabe dónde hay agentes, dónde quitan
placas, qué retornos cuidan en espera de los cafres y hasta en qué zonas de la
ciudad operan en su cacería de conductores enfiestados. Pero esa noche nada,
ningún elemento de corporación alguna.
Eran las 20:30 horas, yo salía rumbo a
mi pueblo cuando, de repente, frente a las antiguas instalaciones de la Feria,
me topé con un arroyo vehicular totalmente detenido. Lo primero que vino a mi
mente fue la posibilidad de un accidente, y es que es bien sabido que el tramo
que va del Pabellón Don Vasco al acceso al Fraccionamiento Santa Fe, en la
salida a Salamanca, es zona de accidentes automovilísticos debido a quienes sin
precaución alguna, toman esas curvas a velocidades de hasta 130 kilómetros por
hora. Eso fue lo que pensé en aquel momento, pero a medida que el tiempo
transcurría y la fila había avanzado escasos diez metros, comencé a
preocuparme. Imaginé que se trataría de algún accidente grave, una carambola de
tres carriles o algo así, lo pensé porque en ese tramo he visto de todo,
incluso una vez estuve a punto de pasar con mi antiguo vocho sobre un cuerpo que yacía a un lado del camellón debido a una
volcadura que se había suscitado segundos antes.
Los minutos pasaban hasta convertirse en
media hora, yo trataba de sintonizar el reporte vial en alguna estación de
radio y nada, música, noticias y hasta los esotéricos que tienen programas de
radio, nadie decía nada. Había pasado ya una hora y decidí llamar a mi esposa, a
quien le comenté lo del embotellamiento y le pedí que sintonizara alguno de los
canales de televisión de Morelia a ver si algo informaban; mientras, yo seguía
cambiando de estación cada cinco minutos. Pasó un cuarto de hora y por fin, al
terminar un noticiero local, alcancé a escuchar que el locutor decía: “Con
mucha calma queridos radioescuchas, si no tienen a qué salir, quédense donde
están; si andan circulando por la ciudad, traten de llegar a su domicilio lo
antes posible. No se confronten con nadie, manejen con precaución y seguiremos
informando”. Volví a marcarle a mi esposa ya un poco más preocupado, le pedí
sintonizar los canales de Morelia para saber qué ocurría.
Pasó otra hora, la fila avanzaba de
cinco a diez metros cada 30 minutos, yo eventualmente prendía el carro para
evitar que se descargara la batería por mantener la radio encendida; en esas
estaba cuando vi que en el sentido contrario circulaban camionetas de soldados
escoltando un camión de bomberos. En ese momento se reportó un locutor: “Nos
han informado de balaceras en diversos puntos de la ciudad. Todas las salidas
están bloqueadas. A través de las redes sociales nos informan que hay vehículos
incendiados. Queridos radioescuchas, tengan precaución si están en los
embotellamientos porque también nos informan que por los carriles contrarios,
comandos fuertemente armados a bordo de camionetas pasan a gran velocidad rafagueando a los autos varados. También
nos informan que todas las corporaciones policiacas están acuarteladas para
evitar el derramamiento de sangre”.
Lo que el locutor acababa de decir, la
verdad, me dio miedo. Y no es que yo me considere muy bragado, pero siempre he
pensado que sólo el guajolote muere en la víspera. Sí, me dio miedo. Entonces
hice lo posible por meterme a uno de los carriles centrales, pues yo estaba en
el de la extrema izquierda; pensé “si pasan rafagueando,
es más fácil salir librado si los del carril de alta me cubren un poco”.
Entre el estrés y el temor realmente
necesitaba un cigarro. Metí la mano al bolsillo cuando, oh sorpresa, me quedaba
uno. Lo prendí, le di tres caladas, lo apagué y lo puse en el tablero. Mi plan
era darle dos fumadas pequeñitas cada hora pues no sabría cuánto tiempo estaría
ahí. Para ese momento ya no me importaba la hora, pues entre más se consulta el
reloj, el tiempo transcurre con mayor lentitud. Ya me había terminado el agua
que habitualmente cargo en el carro y ahora, además de la carencia de cigarros,
la preocupación, el temor y la incertidumbre, tenía ganas de orinar. Aguanté y aguanté
durante lo que calculé como media hora hasta quedar entre una camioneta de
redilas y un camión de pasajeros, destapé la botella vacía y vertí medio litro.
El cigarro aún sobrevivía y los reportes de la radio iban de lo más alarmista a
lo más inverosímil: se hablaba de bombardeos, decenas de muertos, código negro
o rojo (no recuerdo pero era un color preocupante).
La fila avanzó con gran lentitud hasta
que por fin, a unos metros de un tráiler que había sido incendiado, los
militares estaban desviando el flujo vehicular hacia las calles aledañas a la
carretera. Rodear esas dos manzanas se sintió como rodear Morelia, pero sabía
que quizá estaba en la recta final del bloqueo. Pasé junto al camión que,
destrozado por las llamas, permanecía atravesado en todos los carriles. Estaba
relativamente a salvo. Recuerdo bien que al pasar bajo el letrero de “Morelia les
desea buen viaje”, yo sólo exclamé una sentida mentada de madre hacia quienes
lo habían hecho y hacia quienes lo habían permitido.
En esa carretera desierta, le saqué las
dos o tres fumadas que le quedaban a mi cigarro, imprimí mayor velocidad y no
la reduje hasta llegar a mi pueblo.
Traigo
a colación esto porque lo que se vive actualmente en el estado evidencia la debilidad de las instituciones, es prueba
fehaciente del Estado fallido que heredamos de Felipe Calderón y que la
administración de Peña Nieto no ha sabido sacar adelante, pues es grande la
problemática y escasa al capacidad de acción frente a la incertidumbre
económica, las carencias educativas y la zozobra que invade a la sociedad en
materia de seguridad pública. En lo local no estamos mejor, ya que son diversos
los factores que abonan a la inestabilidad en Michoacán: la reciente solicitud
de licencia aprobada a Fausto Vallejo que ha venido a provocar que tengamos dos
gobernadores: el constitucional que no gobierna y el interino que hace como que
gobierna; el ya tan trillado tema de la deuda, la tasa de desempleo que no
tiene visos de disminuir. Ahora, si a todo lo anterior le sumamos los hechos
violentos de las últimas dos semanas, parece ser que vivimos en una tierra sin
ley donde cada quien ha de rascarse con sus propias uñas, pero dice el gobierno
que la violencia significa que su “estrategia” está funcionando, ¿les creemos?
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