Ir a la tienda con la idea clara de lo que se comprará o simplemente esperando el gran hallazgo, ese disco raro o siempre deseado del que sólo hemos escuchado fragmentos o que alguna vez prestamos y nunca nos fue devuelto. Debo admitir que en esa conocida tienda de discos donde se encuentra casi de todo me siento como niño en juguetería y no importa cuánto dinero lleve en la cartera, nunca será suficiente para todo lo que quiero comprar; por eso ya no voy a tiendas de discos. Hay melómanos que, como bibliófilos, buscan la edición rara, la presentación para coleccionistas y no importa si tienen que trasladarse al último rincón del mundo o pagar cantidades insultantes, consiguen el álbum a como dé lugar; pero habemos otros que simplemente coleccionamos música por el simple gusto de tener de todo o al menos de todo lo que nos interesa.
El melómano sabe que nunca tendrá toda la música que querría, podría y debería; ante este principio básico se entrega a la búsqueda (ahora en Internet) de todo lo que no tiene ya sea pagando por ella o descargándola ilegalmente. Cuando un artista graba un disco, al compositor se le pagan los derechos de la obra, de ahí, un porcentaje va para impuestos y una parte (a veces ridícula) para regalías del artista siendo la disquera quien más ganancias percibe por las ventas del álbum. A decir verdad, de donde realmente el artista saca dinero es de las presentaciones donde su público paga un boleto por escucharlo y verlo. Siendo así, ¿debemos sentir remordimiento por consumir música pirata? Por principio, lo que el escritor quiere es ser leído, lo que el pintor desea es que su obra sea vista, lo que el actor quiere es actuar y lo que el músico, cantante y compositor pretenden es ser escuchados. Para ilustrar esto, va una anécdota: hace algunos años, a un pintor local le robaron un cuadro que iba a ser expuesto, al ser interrogado sobre su sentir al respecto, aseguró estar orgulloso de que a alguien le gustara tanto su obra como para robarla. Otro caso paradigmático de esto es el activista norteamericano Abbie Hoffman, quien en 1971 publicara un libro llamado Steal this book (Róbate este libro) y que, por supuesto, desapareció de los estantes de las librerías la mayoría de las veces robado.
Dada la lastimada economía en México, para ser melómano “original” se necesita de un bolsillo bastante holgado, hagamos números: por semana, descargo de Internet cuatro o cinco discos que en una tienda, si es que los encuentro, me costarían en promedio 200 pesos cada uno, lo cual da un resultado de 800 semanales más o menos. Pagando gasolina, comida, café y demás gastos, me sería imposible satisfacer mis necesidades musicales. Sin embargo, trabajo en mi oficina de 9 a 4, lo cual me da 7 horas (a veces más) de acceso a Internet de manera gratuita, en ese tiempo cómodamente y sin descuidar mi trabajo, puedo descargar música ya sea de blogs, páginas P2P o de esa maravilla de la informática llamada Ares, todo sin mayor costo que el disco en el que se grabará la música descargada.
Las disqueras se quejan de la piratería pero omiten el hecho de que un disco que en Estados Unidos cuesta alrededor de 10 dólares, en México su costo aumenta en un 50 y hasta en el 100% y como “de morirme yo a que se muera mi abuelita…”, el melómano muchas veces tiene que recurrir a esa impúdica y vergonzosa actividad llamada piratería, a la cual prefiero llamar “copias de respaldo”.
A riesgo de sonar cínico, la música es un lenguaje universal, por lo tanto, debe ser compartida libremente no importando si la conseguimos en una tienda, en un mercado (Dios bendiga el Audi) o de la Internet; la finalidad será la misma: preservar nuestro patrimonio cultural.
El melómano sabe que nunca tendrá toda la música que querría, podría y debería; ante este principio básico se entrega a la búsqueda (ahora en Internet) de todo lo que no tiene ya sea pagando por ella o descargándola ilegalmente. Cuando un artista graba un disco, al compositor se le pagan los derechos de la obra, de ahí, un porcentaje va para impuestos y una parte (a veces ridícula) para regalías del artista siendo la disquera quien más ganancias percibe por las ventas del álbum. A decir verdad, de donde realmente el artista saca dinero es de las presentaciones donde su público paga un boleto por escucharlo y verlo. Siendo así, ¿debemos sentir remordimiento por consumir música pirata? Por principio, lo que el escritor quiere es ser leído, lo que el pintor desea es que su obra sea vista, lo que el actor quiere es actuar y lo que el músico, cantante y compositor pretenden es ser escuchados. Para ilustrar esto, va una anécdota: hace algunos años, a un pintor local le robaron un cuadro que iba a ser expuesto, al ser interrogado sobre su sentir al respecto, aseguró estar orgulloso de que a alguien le gustara tanto su obra como para robarla. Otro caso paradigmático de esto es el activista norteamericano Abbie Hoffman, quien en 1971 publicara un libro llamado Steal this book (Róbate este libro) y que, por supuesto, desapareció de los estantes de las librerías la mayoría de las veces robado.
Dada la lastimada economía en México, para ser melómano “original” se necesita de un bolsillo bastante holgado, hagamos números: por semana, descargo de Internet cuatro o cinco discos que en una tienda, si es que los encuentro, me costarían en promedio 200 pesos cada uno, lo cual da un resultado de 800 semanales más o menos. Pagando gasolina, comida, café y demás gastos, me sería imposible satisfacer mis necesidades musicales. Sin embargo, trabajo en mi oficina de 9 a 4, lo cual me da 7 horas (a veces más) de acceso a Internet de manera gratuita, en ese tiempo cómodamente y sin descuidar mi trabajo, puedo descargar música ya sea de blogs, páginas P2P o de esa maravilla de la informática llamada Ares, todo sin mayor costo que el disco en el que se grabará la música descargada.
Las disqueras se quejan de la piratería pero omiten el hecho de que un disco que en Estados Unidos cuesta alrededor de 10 dólares, en México su costo aumenta en un 50 y hasta en el 100% y como “de morirme yo a que se muera mi abuelita…”, el melómano muchas veces tiene que recurrir a esa impúdica y vergonzosa actividad llamada piratería, a la cual prefiero llamar “copias de respaldo”.
A riesgo de sonar cínico, la música es un lenguaje universal, por lo tanto, debe ser compartida libremente no importando si la conseguimos en una tienda, en un mercado (Dios bendiga el Audi) o de la Internet; la finalidad será la misma: preservar nuestro patrimonio cultural.
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